A veces, abandonamos a nuestros hijos.
No por maldad o desidia, sino por protección.
Les abandonamos para evitarles peligrosas infecciones de apatía, desesperación o cansancio.
A veces, permanecemos instalados en la comodidad de la monotonía.
Parásitos de parejas infectadas que acaban muriendo de impotencia. Que acaban convirtiéndose en guerreros a muerte de uniones suicidas, en supervivientes cansados de sobrevivir que se debaten entre su amor o su vida.
A veces, en el punto cero de alegrías y penas; buscamos sin saber qué buscamos, esperamos sin saber qué esperamos. Sólo, en abstracto, queremos estar vivos.
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