domingo, 17 de febrero de 2013

Otro testamento.

Te veo y no te reconozco.
Pasa el tiempo y se que tú me esperas, pero yo casi había olvidado ya tu regazo.
Estamos prácticamente solos. Prácticamente, porque de vez en cuando algún alma perdida pasa por aquí a echarnos un vistazo. Nos gusta, reconozcámoslo.
Nos gustaría incluso que intercalara alguna palabra en nuestros soliloquios, porque al fin y al cabo tú y yo somos una misma palabra aislada, perdida. No existe, nadie la escucha.
Me gustaría ser descubierto. Como en las películas los detectives descubren las infidelidades de los maridos: ¿cómo pudo semejante verborrea atraer los encantos de aquel refugio sublime? se preguntarían estupefactos los descubridores. ¿Cómo pudo alcanzar el refugio si su dislexia no le deja acercarse a la más sencilla frase de afecto?
Nadie sabe de qué es capaz tu ausencia.

Me rindo vencido por la pasiva agresividad de la impotencia. Me rindo ante un no se sabe qué que venció a mi voluntad. Me rindo ante el narciso que se alimenta de falsedades ajenas. Caigo a los pies de innumerables resortes incontrolables que despedazan mis entrañas los días que suplico una vuelta. Me muero sin morirme porque volver es imposible y lo más parecido está podrido de realidad, impuesta. No muero porque ya conocí el suicidio y fue tan largo el proceso que volví, con la cabeza bien alta para no manifestar no sé si el triunfo, la derrota o que olvidé por el camino que de pequeño mi vida ya quedó muerta.

Ni reeler quiero lo que te escribo para que no creas que me construyo para satisfacerte. Perdona los errores, comprende mis obsesiones. Recibe paciente -por favor- mis mantras de agonía... pero es tan larga y despiadada que echo en falta lo imposible para sentirme un poco, un momento, vida.

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